Cerca del monte vivía un
matrimonio tan pobre que carecía de todo, hasta de hijos. Su casa
apenas tenía dos paredes y el techo, lo que dejaba su pobreza a la
vista de todos, dos sillas y una mesa sin mantel elaborada con cajas
de jabón, un fogón en la esquina de las dos paredes y un catre de
estos con costales encima.
El hombre iba al monte por
leña que llevaba cargando hasta el pueblo y ella lavaba ropa ajena
para ayudar a mejorar la situación.
Ese año, las lluvias se
prolongaron y a fines de octubre no había una buena carga de leña
que vender, así que sólo juntó dos costales de tierra del monte
que llevó al pueblo, acompañado por su mujer, quien iba a entregar
el atado de ropa limpia y planchada.
Con el poquitísimo dinero
reunido solo compraron las cosas más urgentes, nada para el altar de
muertos como era su costumbre. Sabían que no habría dinero pronto,
pues ese día la familia que le daba trabajo a la mujer le avisó que
se cambiaria de ciudad, así que regresaron por el camino,
silenciosos y disgustados.
A la mañana siguiente se fue
al monte a buscar algo que llevar a vender al mercado, con la certeza
que ese día de muertos se podría vender casi cualquier cosa para
los altares. Por su parte, la mujer se quedó muy triste en la casa,
pensando en que era el primer año en que no colocarían la ofrenda
para sus papás ni para sus suegros; en eso estaba cuando puso su
único guajolote para hacerlo en chile rojo.
Para completar el altar se fue
por la vereda a juntar flores de cempasúchil, coloco los ramos en
dos jarros que tenía. Encajó cuatro ramas de leña en chilacayote
recio y preparó su altar en su mesa bien lavada. … en cuanto vio
al sol declinar.
Anochecía y el leñador
estaba aun muy lejos de su casa. Calculó que si apretaba el paso
seria ya noche cerrada cuando llegara a su casa, pero con carga…
Suspiró y echó a andar lo más de prisa que pudo. Por un claro del
bosque venia subiendo un grupo de gente. Eso lo alegró
momentáneamente antes de reflexionar que no era el sitio ni la hora
para un paseo. Cuando se acercaron más, bajó su carga y espero
verlos pasar. Se trataba de una extraña posesión; algunas personas
llevaban flores, panes, vasos de agua, ceras encendidas, dulces,
platos de comida; otros traían menos cosas, y algunos iban con la
mirada baja y los brazos cruzados. Casi al final de la procesión
iban sus papas y sus suegros, cada uno con una raja de leña
encendida, un ramo de flores, una jícara de agua y un plato de
comida.
La procesión subió
silenciosa por el cerro y el hombre tomó su carga y corrió, sin
pesarle ya lo que llevaba a cuestas. No sentía la necesidad habitual
de llegar a su casa con la luz del día, tenia la urgencia de
contarle a su mujer lo que había visto; sobre todo, quería que ella
pusiera un altar de muertos.
Cuando la carga le pesaba
sobre los hombros no se detenía a descansar, solo tomaba aliento y
continuaba. Desde lejos vio que en su casa estaba puesto un altar
sobre la mesa, eso lo alivió de la zozobra que traía encima, y que
lo agobiaba más que el fardo que ya le había magullado los hombros.
La mujer salió a recibirlo y él le contó precipitadamente lo que
había visto en el monte, ella lo escuchó sorprendida y le mostró
la ofrenda que contenía exactamente lo que el hombre había
descrito. Nunca más descuidaron la fecha del día de muertos en los
años siguientes.
Extraído
de: Verónica Alicia Robledo Tapia. (2009). Cuentos
de mi abuela para el insomnio,
p.p. 57 – 59
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